Foto de Eugeni Barco Samodelov España

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Mi padre, Ángel Barco Sanz, nació en Madrid en 1927, en el que entonces era un barrio muy “castizo”, Lavapiés, en el seno de una familia de clase trabajadora: el padre, ebanista especializado, era el que cortaba las hélices de madera de la única fábrica de aviones que existía en España, la CASA. Al año siguiente, vino al mundo su hermana Adelina. Con el comienzo de la Guerra Civil, la familia fue evacuada de Madrid, primero a Alicante, y después a diferentes lugares en Cataluña. El hermano más pequeño, Paco, nació en Reus ya en 1938. Mis abuelos decidieron incorporar a los dos hermanos mayores a un programa de evacuación de niños hacia la Unión Soviética que había organizado el Gobierno de la República, pero a garantizar su seguridad y protegerlos de los bombardeos, hasta que terminara la guerra. Estuvieron varios miles de niños de diferentes lugares del Estado, acompañado de pedagogos, maestros, médicos, enfermeras, cocineros y todo tipo de personal auxiliar seleccionados por el Gobierno de la República. Aquellos niños fueron conocidos, con posterioridad, como “Los Niños de la Guerra”. Vivieron varios años aislados, sin contacto con otras personas que no fueran aquéllas que las habían acompañado desde España, como una especie de “isla” española en medio de la Unión Soviética. Esto creó un vínculo muy especial entre todos los miembros de ese colectivo tan especial. Evidentemente, con el fin de la Guerra Civil con un resultado adverso para la República, su regreso se convirtió en problemático, y más cuando la Alemania Nazi invadió la Unión Soviética en verano de 1941.

El Gobierno Soviético, en todo momento, cuidó su bienestar y seguridad, y les fue evacuando a lugares seguros y siempre muy alejados del frente. Recibieron un trato absolutamente privilegiado respecto a la mayoría de la población de la Unión Soviética. Algunos de esos “Niños”, los más adultos, ingresaron voluntariamente en las hileras del Ejército Rojo para combatir al mismo enemigo que ya estaba en el poder en España. Mi padre y su hermana, todavía demasiado jóvenes, no sufrieron los rigores del frente y pudieron terminar el ciclo educativo español previsto. Pero una vez terminada la Segunda Guerra Mundial el regreso a España, aunque materialmente posible, seguía siendo muy complicado y arriesgado. Algunos de esos “Niños”, pocos, fueron volviendo en los años sucesivos. Por ejemplo, cuatro de ellos estaban a bordo del buque “Semiramis”, que regresó, en abril de 1954, al puerto de Barcelona, los prisioneros supervivientes de la “División Azul” y otros colectivos de españoles que por diferentes motivos estaban en la Unión Soviética. Aquellos fueron los primeros, pero con posterioridad, y poco a poco, y con cuentagotas, otros “Niños de la Guerra” fueron volviendo también.

Ángel y Adelina Barco se encontraban entre los que no quisieron volver, y decidieron permanecer allí, que fue el caso de la mayoría. Pese a que el tiempo pasaba y aquellos chicos y chicas se iban haciendo adultos, se iban construyendo su propia vida, y se integraban rápidamente en la sociedad soviética, los vínculos entre aquellos "Niños de la Guerra" nunca se llegaron a romper por completo, siempre tuvieron conciencia de que formaban un colectivo. El Gobierno de la Unión Soviética les otorgó la nacionalidad soviética y les ofreció trabajo o posibilidad de seguir estudios universitarios, manteniéndolos durante su duración, un hito impensable para los españoles de clase trabajadora de la época. Ángel decidió estudiar arquitectura, lo que hizo en Moscú. Lo hizo con mucho provecho, alcanzando un nivel de formación excelente, evidenciado facultades extraordinarias, talento, rigor y gran capacidad de trabajo. Y también desarrollando un talento artístico que hasta entonces le había resultado desconocido, pues nunca antes nadie en la familia había demostrado tener ninguna dote especial para las artes plásticas: además de un muy buen arquitecto, Ángel se convirtió en un grandísimo dibujante y pintor. En aquella época, los planos y representaciones arquitectónicas de todo tipo se dibujaban exclusivamente a mano y sobre papel, y con muy poco margen de error. Un arquitecto, además de saber realizar cálculos y determinar proporciones, requerimientos y cargas, también tenía que saber dibujar a mano, y muy bien. Tenía que tener mucho artista, independientemente del tipo de edificios o estructuras de los que fuera el responsable. La expresión artística se convirtió desde esa época en su principal entretenimiento y su principal actividad durante su ocio: nunca se sentía más feliz que cuando podía pintar o dibujar, preferiblemente al aire libre, y teniendo como objeto de su arte motivos arquitectónicos, urbanísticos, o paisajísticos. Durante una fiesta en la Universidad conoció a su futura mujer, Nina Samodelova (1932 – 2011), estudiante de Filología Alemana. Ambos terminaron sus respectivas carreras en 1955 y consiguieron establecerse en Moscú, hito nada despreciable porque el Estado Soviético entonces te garantizaba un puesto de trabajo acorde con tu especialidad y vivienda gratis, pero no necesariamente en la capital, que es donde quería ir a parar todo el mundo porque estaba allí donde había mejores infraestructuras, servicios y el aprovisionamiento era mejor.

La intención de la joven pareja era vivir como una familia soviética mas (era lo que por entonces se denominaba "matrimonio socialista"). La inexistencia de relaciones diplomáticas entre España y su nueva patria y la incertidumbre sobre el trato que podrían recibir si pisaban la Península Ibérica parecía imposibilitar del todo un posible retorno, y de todas formas, las cosas no les iban mal, al menos desde la perspectiva que tenían entonces. Ambos tenían trabajos bien pagados (siempre dentro de los parámetros existentes: la “filosofía” oficial soviética consistía en que, para alcanzar la igualdad entre todos los ciudadanos, los salarios no podían ser demasiado diferentes, sea cual sea el trabajo desarrollado), estables y seguras. Y los vínculos con España, con el tiempo, se estaban haciendo más y más débiles, toda su vida la tenían en Moscú. Tuvieron dos hijos con diez años de diferencia: mi hermano Antoni, (1956 – 2014) y yo mismo, en 1966. Pero, incluso antes de que yo naciera, ocurrió algo que cambió el rumbo de la suya vida y naturalmente, la de su familia. Ángel, Nina y Antoni consiguieron ir de vacaciones (en tren) a España en el verano de 1965. Ángel se reencontró con su familia, que se había afincado en Barcelona, lo que, evidentemente, le emocionó mucho, y además encontró un país muy cambiado respecto a lo que él podía recordar, pero aun así, lo que vio, le hizo sentir que estaba allí donde realmente pertenecía y donde quería vivir. El sol, la luz, el clima, la gente, la comida, las costumbres, el idioma... era algo único, sin hablar de los tesoros artísticos de todo tipo que existían en España, que él, un amante fanático del arte, hasta entonces se había resignado a no poder conocer nunca directamente. A partir de ese momento ya no dejó de dar vueltas a la idea de volver, aunque representaba un cambio muy radical en su vida y la de su familia y un reto hacia el que sentía cierta prevención. Sin embargo, de la parte del Gobierno Soviético no había ninguna dificultad burocrática para poder marcharse. De hecho, ese mismo Gobierno le ofreció la posibilidad de ir a trabajar a Cuba como arquitecto tras la subida al poder de Fidel Castro, pero él se negó siempre. Si tenía que marcharse de la Unión Soviética, tendría que estar en España. Fueron de vacaciones una vez más (también en tren), en invierno de 1969/70, dejándome a mí, entonces de poco más de tres años de edad, en Moscú a cargo de mi abuela.

Puede entenderse los motivos de su vacilación. Aunque a aquellas alturas no existían riesgos por su vida, o posibilidades de encontrarse con problemas legales, debía entenderse que ni su mujer, ni sus dos hijos, tenían ningún mes vínculo con España que él mismo, y su adaptación e integración era una incertidumbre total, especialmente en el caso de Nina, que había vivido toda su vida en el seno de un sistema de valores, y un entorno político, social y cultural que no podía ser más diferente. Además, la madre de Nina, mi abuela materna, que vivía con nosotros (Nina había sido hija única y durante toda su vida había vivido con su madre, viuda desde joven) no podría acompañarles, pues en esa época no existía todavía el concepto de “reagrupamiento familiar”, y menos entre dos países como España y la Unión Soviética, que seguían sin establecer relaciones diplomáticas. Por otra parte, Ángel se había dado cuenta de que, con un título como el de arquitecto y su talento, estaba literalmente malgastando su vida, trabajo y talento en un lugar con una economía cien por cien planificada, centralizada, estatalizada y rígidamente reglamentada, y en cambio, se había enterado, con sus propios ojos, que algunos de los que habían sido “Niños de la Guerra”, que habían estudiado en la Universidad en la Unión Soviética, y que ya habían vuelto a España , habían logrado una gran prosperidad ejerciendo su profesión. Finalmente, tomó la decisión de ir a vivir a España en 1973, después de treinta y cinco años en la Unión Soviética. Por entonces, la Cruz Roja Internacional hacía las gestiones necesarias para que las personas que se habían visto obligadas a vivir lejos de sus países de origen a causa de la Segunda Guerra Mundial, pudieran regresar. La familia viajó esta vez en avión (sufragado por Cruz Roja; nuestras propiedades (fundamentalmente libros) embaladas en grandes cajas de madera, viajaron en barco, perdiéndose una parte por el camino), haciendo escala en París, ya que entonces no había vuelos directos a España. Dado que sus familiares más cercanos seguían viviendo en Barcelona, fue allá donde nos establecimos.

A su llegada, como era de prever y mi padre se temía, el primer trámite a superar fue el reconocimiento de que los recién llegados constituían desde el punto de vista legal una unidad familiar. Como era previsible, acuden problemas para legalizar su matrimonio. Pero se logró, y muy pronto Ángel encontró trabajo en uno de los más importantes estudios de arquitectura de Barcelona. Le pagaron un buen sueldo, con lo que el problema de la subsistencia de la familia en la Ciudad Condal estaba resuelto, pero enseguida se encontró con un problema burocrático muy serio con el que no había contado: en España su título de arquitecto obtenido en la Unión Soviética no le fue reconocido, y por tanto, no podía ejercer como arquitecto. Se vio obligado a ganarse la vida como delineante, es decir, poniendo sobre papel las ideas y diseños de los arquitectos por los que trabajaba. Por entonces, este trabajo se seguía haciendo exclusivamente a mano, y la calidad de este trabajo dependía fundamentalmente del talento del delineante como dibujante: la era de los ordenadores, software de arquitectura, plotters e impresoras de gran formato aún tardaría casi dos décadas a su llegada. Por si fuera poco, nada más llegar, en Octubre de 1973, estalló la Crisis del Petróleo, que enseguida se convirtió en “Crisis” en general. La economía empezó a desmoronarse, y las cifras del paro se “disparó” hasta límites nunca conocidos antes. En el estudio donde trabajaba mi padre tuvieron que realizar muchos despidos para reducir gastos (de alrededor del 90% de la plantilla), pero nunca le tocó a él, porque sus jefes, en todo momento, supieron apreciar su gran valía, y le querían a su lado. También estableció vínculos de amistad con el "gremio" de los arquitectos de Barcelona, y todos reconocieron, por unanimidad, que aquel madrileño que había venido de Moscú era un auténtico maestro en su exigente profesión, pero un maestro que no podía trabajar arquitecto porque el reconocimiento de su titulación no llegaba. Y a él le significó una enorme frustración porque su plan para mejorar la calidad de vida de su familia no estaba funcionando. Durante cerca de diez años, vivió sometido a una gran inquietud, decepcionada e impotente. Además, como era de prever, la adaptación de Nina al estilo de vida barcelonés resultó muy lento y nunca exitoso del todo, y ella también tuvo todos los problemas del mundo para que se le reconociera su titulación universitaria, por lo que tuvo que conformarse con trabajos precarios. La familia tuvo que ir a vivir a una vivienda de protección social porque ya no se podía permitir pagar un alquiler a precio de mercado (unos precios que iban en constante aumento), por entonces todo el dinero que entraba en casa procedía del sueldo de delineante del Ángel. Su hijo mayor le provocó también inquietudes y desencantos. Sin embargo, todos estos problemas y dificultades familiares no influyeron en su producción artística, de hecho le representaba una válvula de escape que le impedía tener la cabeza constantemente ocupada con disgustos. Siguió pintando y dibujando durante sus ratos de ocio y sus vacaciones tanto o más como antes. Los destinos de sus viajes por motivos de placer siempre eran lugares donde podía encontrar tesoros arquitectónicos y artísticos, y que podía permitirse pagar: Italia (Roma, Florencia, Venecia), París, Londres, Viena, Ámsterdam, Suiza y sobre todo por toda España, que no está precisamente carente de lugares de gran interés. No podía trabajar de arquitecto, pero podía cumplir otro de sus sueños que años atrás le parecían utópicos: podía ver con sus propios ojos, y pintar y dibujar ciudades, conjuntos arquitectónicos y edificios que cual vivía en la Unión Soviética sólo podía ver en fotografía en enciclopedias y tratados. Puedo recordar, por ejemplo, lo exultante que se encontraba en Roma, en el verano de 1977, donde nos describía, glosaba y alababa los monumentos que a cada paso se encuentran en la Ciudad Eterna.

En 1977 se restablecieron las relaciones diplomáticas entre España y la Unión Soviética. Con esto se abría la posibilidad de reconocimiento del título de arquitecto de Ángel, pero por entonces había muy poco “rodaje” en el mundo de la burocracia para tramitar documentaciones procedente de los países lejanos (por ejemplo: los documentos seguían “ viajando” en forma de papel, por correo ordinario) y las cosas fueron con mucha lentitud, hasta el extremo de que se le sugirió que quizás acabaría consiguiendo el título antes si se volvía a examinar de todas las asignaturas, como un estudiando cualquiera. Él siempre se ha negado, y siguió “batallando” con todos los medios a su antes, hasta que en 1983 finalmente pudo inscribirse en el Colegio de Arquitectos de Cataluña (COAC) y pudo empezar a ejercer. Por entonces ya se encontraba en mitad de la cincuentena, su hijo mayor ya había terminado su propia carrera de arquitecto, y yo estaba a punto de empezar la Universidad (pero yo no seguí la “tradición” familiar).

Fue solamente entonces, en la segunda mitad de la década de 1980, cuando al fin pudo empezar a vivir de la forma en que había planeado cuando decidió volver a España, y cuando al fin pudo comprobar que su talento estaba adecuadamente retribuido, y su familia por fin podía alcanzar un nivel de bienestar con el que siempre había soñado. Pudo comprar una vivienda amplia y cómoda (aunque demasiado lujosa) en un buen barrio residencial, con los frutos de sus primeros honorarios como arquitecto colegiado. Pero, por desgracia, tuvo muy poco tiempo para gozar de la nueva situación. Ya a principios de 1989 se empezó a encontrar mal, y desde la primavera de ese año ya no se encontró en condiciones de trabajar. Aún pudo pintar unas pocas acuarelas más ese verano, pero ya no pudo ir de viaje, y murió en su casa en Octubre de 1989.

La producción artística de Angel Barco fue extraordinariamente amplia, y prodigiosamente prolífica. Pintaba y dibujaba, siempre por puro placer y gozo personal, en cualquier rato libre, los días entre semana, los fines de semana, y sobre todo durante las vacaciones (era muy habitual que se levantara muy a primera hora, antes que el resto de la familia, para aprovechar la luz y terminar alguna pintura o dibujo antes del desayuno). Toda obra que empezaba, la terminaba ese mismo día, rara vez en más de una hora. Siempre eran cuadros de formato pequeño o medio, de tamaño DIN A2 a DIN A4. A lo largo de su vida creó, literalmente, miles de obras sobre papel: fundamentalmente, acuarelas y dibujos (a lápiz, al carbón, con rotulador oa pluma), pero también pintura al pastel y gouache o témpera. Nunca pintó al óleo porque exigía una preparación más larga, requería de telas relativamente costosas, y además, no se podía realizar el proceso creativo en el interior de una vivienda por su fuerte olor. Los motivos de sus obras más exitosas siempre tendrían que ver con arquitectura, urbanismo, o arte: calles, fachadas, arcos, torres, plazas, conjuntos arquitectónicos, pero también pintó bastantes paisajes de montaña y marinas. Le atraían mucho las obras maestras (arquitectónicas) desde el punto de vista histórico o artístico, pues sentía una verdadera adoración hacia los grandes arquitectos de la historia (también los contemporáneos), pero también le gustaban pintar las expresiones artísticas arquitectónicas populares, los barrios históricos y los pueblos estéticamente atractivos o pintorescos, calles o rincones antiguos y que hacían buen choque, de cualquier ciudad. Disfrutaba especialmente pintando al natural, plantando su pequeño caballete y su caja de pinturas frente al monumento o lugares que quería inmortalizar. En los casos en que no le resultaba posible, pues eran pocas las semanas en las que podía disfrutar de vacaciones cada año, salía a pintar en las calles de Barcelona. O pintaba de memoria, o muy a menudo, a partir de algún esbozo previo (en su tiempo libre nunca salía a la calle sin llevarse un bloque de dibujo y unos pocos lápices). Muy excepcionalmente creaba una obra a partir de una fotografía, diapositiva, postal o copiaba a partir de alguna obra previamente existente de otro artista. Su estilo, con acuarelas de colores muy vivos que conformaban un realismo abrumador, con gran sentido de la perspectiva y verdadero ojo clínico para escoger el punto de vista idóneo en cada caso, y dibujos con gran atención al detalle en el que sabía destacar el elemento más importante en cada escena, le permitió crear una obra técnicamente impecable e incluso impresionante (un amigo suyo, arquitecto de gran renombre en Barcelona, me confesó una vez que “nunca había conocido a nadie que dibujara tan bien”), no evolucionó lo más mínimo con los años. Las circunstancias personales o el contexto político o socioeconómico en el que le tocó vivir que marcaron su vida no influyeron en su obra, salvo, evidentemente, de su lugar de residencia. No se puede decir que hubiera tenido "etapas" o "épocas". Obras hechas con treinta años de diferencia podrían pasar por totalmente contemporáneas. Pero siempre con una fuerte personalidad, únicas, distintas a las de cualquier otro artista.

Aunque dedicó su vida (durante sus ratos libres) a crear obras de arte, nunca quiso hacer ninguna exposición o mostrar sus obras al público. Y mucho menos, se le ocurrió tratar de venderlas, aunque en vida me consta que recibió muchas ofertas. Casi nadie, fuera de sus familiares y algunos amigos, pudieron ver ninguna obra suya. Consideraba que él era un arquitecto, que con la arquitectura se ganaba la vida, y que aquella (el dibujo y la pintura) era una simple afición y que creaba arte para sí mismo, por puro placer y porque era precisamente ese rápido proceso creativo lo que le proporcionaba la mayor de las satisfacciones que conocía. En todas sus obras las aplicaba un fijador y las almacenaba en carpetas, clasificando la mayoría por los lugares y años en que fueron creadas. Pero no creó ningún catálogo, clasificación ni lista de sus obras, aunque fuera parcial. Como todas las obras estaban sobre papel de pequeño formato, en una sola carpeta podía tener decenas y decenas. En un archivador, cerca de un centenar. Y dejó no menos de cincuenta archivadores y carpetas llenas a rebosar. Y una vez terminada y archivada una obra, se olvidaba de ella, no la volvía a ver nunca más, ni la enseñaba nunca a nadie. Y mucho menos la retocaba o hacía una nueva versión. Unas pocas, siempre según su criterio, las hizo enmarcar, colgándolas en las paredes de su casa. Existen unas pocas, que se pueden contar con los dedos de una mano (y sobrarían dedos) las regaló a algún amigo o compañero de trabajo. Soy de la opinión de que el mundo del arte ha perdido mucho no sólo con su muerte, sino con su negativa a exhibir su producción.


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